HISTORIAS DE UN PESCADOR CON MOSCA.

El día era aún joven, a esa hora en que la mañana abraza la tarde. El temporal de la pasada semana ha dado paso a unas jornadas de intenso frio nocturno. La helada de la noche anterior se aferraba a todo lo que se encontraba a un palmo del suelo. La temperatura del otoño ha envejecido, lo suficiente como para que la mayoría de las hojas ya se hayan liberado de sus ramas primarias.

Noté los colores del campo desviados, tan diferentes de lo que había visto aquí solo dos semanas atrás y pensé en lo que vendría después : días sobrios de cielos melancólicos y vientos glaciares arremolinando las amarillentas hojas de los chopos y arrastrando jirones de blanca niebla entre las ramas desnudas de los árboles. Todos estos colores cobrizos de los sauces, fresnos y alisos se mezclarían con el verde grisáceo del suelo y la roca caliza del agua.

El Torío a su paso por Matueca. 

Me moví lentamente por un sendero paralelo al río hasta encontrar mi asiento en la base de unos robles, justo en frente de una pequeña tablada. Las hojas caducas de los robles crujieron cuando me senté entre las raíces y el musgo del suelo, me hundí en una especie de almohada de hojarasca y puse el bastón sobre mis rodillas, como un cazador con su rifle. Esperé y observé. Escanee el río en busca de alguna señal de vida y me hundí más en la tierra cubierta de hojas y bellotas. Mi patrón de respiración se equilibró cuando por fin encontré la postura adecuada, entonces me sentí a gusto, con una quietud reservada para estos momentos, y observé todo lo que podía ver y escuchar. El silencio me calmó hasta que pude sentir de nuevo los latidos de mi corazón recuperar su ritmo normal.

La tarde iba madurando, a punto de esconder el sol sus dorados rayos por entre la penumbra del monte agreste que tenía en frente. Esa hora en que la NATURALEZA empieza a adormecerse al asomar los primeros tintes de la noche y la brisa olorosa y tibia se torna húmeda y fresca, esa hora en que está a punto de despertar el gran duque con su canto profundo. Vi por primera vez a los pájaros realizar cabriolas aéreas para atrapar los insectos que emergían del agua, subiendo y descendiendo, pareciendo disfrutar del momento tanto como yo.

Los primeros aros superficiales no tardaron en aparecer. Los morros de las truchas salpicaban el agua que vislumbraba a través del reflejo del cielo azul. Finalmente me levanté y camine despacio hacia el aro más próximo. Me acerqué tanto como pude para ver subir a la trucha a por los pequeños plecópteros que no paraban de emerger por docenas. Respiré hondo y. . .  lancé la mosca que se posó perfectamente alineada con los aros que dejaba la trucha al cebarse, un par de metros aguas arriba y con toda la holgura necesaria para que el pez no sospechara nada del engaño. El momento era perfecto, el lugar y la hora también, solo que... la próxima vez espero lanzar la mosca con la caña y hacer lances tan precisos como los que hice hoy con el bastón.

Por la ribera del Torío en Matueca. 

Para entonces, todo este paisaje habrá cambiado, los tonos grises y cobrizos se habrán transformado en verdes intensos, los prados se llenarán de flores con el policromado de infinitas corolas : el trébol con la corola de pétalos rosados, la pimpinela con los pétalos violeta, el rojo de las amapolas, el blanco amarillo de las margaritas, el amarillo de la flor maya. Todo crecerá y se hará grande con el sol también grande. La NATURALEZA entonces mostrará de nuevo una faz rebosante de luz, vida y color. Mientras tanto, seguiré en contacto con la NATURALEZA, con el aire fresco y puro del otoño, con el río donde se desarrolla nuestra principal actividad deportiva. Porque nosotros, los pescadores, necesitamos oír de cuando en cuando la música del agua, sentir la dulzura de los lances y disfrutar de los calmados paseos por el río.

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